
¡¿Por qué no te callas?!
Cuando apenas asoma el 2011, el Consulado Español en Berlín me regaló lo que será mi peor día el año. El martes 11 de enero me acerqué al Consulado para averiguar si podía tramitar la nacionalidad española, pero me encontré con un profundo desprecio y salí de allí temblando de bronca e impotencia.
Desde que nací, en Mar del Plata (República Argentina), escucho a mi abuela hablar y ‘berrar’ en gallego. Desde que nací disfruto de sus ‘murrungungas’ y soy su ‘ruliño’. Desde que nací, en su casa suenan las Rianxeiras y su televisor tiene dos canales: Televisión Española y, tras su creación, Televisión de Galicia. Desde que nací supe que algún día visitaría a mis queridos de la tierra de la lluvia y la calma. Y así fue, cuatro veces los visité. No hace mucho visité la tumba de mis bisabuelos en la Iglesia de San Pedro de Nos. No hace mucho, comí chicharrones y berberechos y bebí Queimada con la hermana de mi abuelo, y con sus hijas y nietas, con quienes comparto la sangre pero no el pasaporte.
En 1949, con un padre muerto de hambre en el monte y un hermano herido de guerra, mi abuelo José cruzó el Atlántico para probar suerte en Argentina. No le fue fácil, los criollos no lo trataron bien, nunca. En 1950, a fuerza de muchísimo esfuerzo le envió a mi abuela Carmen los pasajes para ella, mi tía y mi padre. Dejando su amada tierra coruñesa, mi abuela se embarcó en lo que no sabía si sería el destino definitivo, la tierra de sus últimos días. Mi padre cuenta las veces que la vio llorar por su tierra. Seres queridos que morían allá, y ella que lloraba desde el sur. Santos y fiestas del pueblo allá; días intrascendentes en Mar del Plata...Mi sangre y mi apellido, mis historias de vida y las de mi padre y abuelos, caminatas por las Ramblas, la Gran Vía y la Mesquita de Córdoba, meses de visitas y varios caldos gallegos y fabadas asturianas me ligan a España.
Pero hoy, un día, una mañana de trámites de enero de 2011, el estado español me dice que no, que soy un ciudadano del tercer mundo, que para hacer valer mi sangre y mi historia de vida debo soportar ser tratado como un pordiosero que pide limosna en la Iglesia. No se trata de un trámite, sino de un favor que el estado español podría hacerme, siempre que “doble la frente, impotentemente mansa”, en las oficinas de sus consulados. Mi acento me vende: soy un sudaca.
El relato detallado de lo sucedido pinta el brutal significado que una anécdota, ocurrida en un Consulado, puede alcanzar. Bebiendo su café mientras me atendía mirando la computadora, la empleada me hizo notar su falta de intención alguna de ayuda. Con el maltrato con el que la sociedad asocia a una empleada pública me dijo, entre otras cosas, que “acá no es que tu vienes a ‘pedir’ [SIC] la nacionalidad y nosotros te la damos!” Incluso me solicitó un trámite que, según los requerimientos en el Consulado en Buenos Aires, no corresponde. Mi necesidad de la nacionalidad se combinaba con cierta urgencia, de modo que mi actitud era la de alguien que necesita caerle bien a la empleada. Cuando finalmente vio mi visa de estudiante en Alemania, me dijo que el trámite debía hacerlo en Buenos Aires, exclamando, con el yugo en la mano, que “esto a mí no me engaña, yo con esto sé que viniste por pocos meses”, sugiriendo que yo le había mentido, lo cual no es cierto. Ante esto retiré mis documentos manteniendo la calma y saludando con cordialidad, pero habiendo emprendido la retirada, volví sobre el mostrador para hablar con la empleada: “?Sabe por qué nunca había tramitado la nacionalidad antes? Por qué no quería sentir que venía a llorarle la nacionalidad a alguien. Con su ‘amabilidad’, usted me ha hecho sentir exactamente de esa manera, como un mendigo que viene a pedirle un favor al Estado español.” No pude hablar con firmeza y decisión, como uno debería quejarse en una oficina pública. Esta vez no pude. Cuando volví para hablarle me puse muy nervioso, mi voz apenas se notaba y mis manos comenzaron a temblar. No podía reconocerme, y mientras escribo esto la sensación vuelve. Estaba ahí, queriendo hacer valer mi derecho a ser tratado como una persona, pero de visitante, indefenso en un edificio lujoso y altamente vigilado de un estado europeo.
Al salir del Consulado lo veo a mi abuelo, acomodándose la boina con sus manos curtidas de carpintero, guardando un largo silencio y pensando que su país lo echó hace 60 años, y que 60 años después no quiere saber nada de él. Pero aún así, mientras caminamos por Finisterre y el viento de Tarifa sopla fuerte, me invita a no enojarme con España ni con los españoles. Me lleva a almorzar con Pablo Picasso, paseamos con Ramón Sijé y cenamos con Miguel Hernández, que me recuerda que compartimos la misma sangre, roja. Vuelvo a mi casa, escucho a Joan Manuel cantarle al Mediterráneo y a Tomatito entonar llantos de guitarras de acá y de allá; me contamino y me mezclo con Ana Belén; pinto todo de verde para Federico; y respiro al confirmar que las fronteras son una mentira, que las hacen los reyes y los gallos negros; de falange, de cinco flechas, de muerte.
Termino el día con los dientes apretados y el puño en alto, escuchando desde mi cama el susurro de los vientos del pueblo, que no conocen fronteras, que viajan libremente por los corazones de hombres y mujeres sencillxs del Norte y del Sur.
JERO MONTERO